La justicia de Selb
Bernhard Schlink y Walter Popp (Anagrama, 319 páginas).
Ocho años antes de publicar El lector, obra que le merecería el reconocimiento de críticos y público en general, y que sería llevada al cine por Stephen Daldry en una feliz adaptación, el jurista alemán Bernhard Schlink inició su carrera literaria con La justicia de Selb (1987), que también inauguraría su ciclo de novelas protagonizadas por un ex fiscal de la era nazi de 68 años devenido en investigador privado llamado Gerhard Selb. Estas pocas señas del protagonista, mi afición por el género negro y la firma de Schlink (al lado de la de Walter Popp) bastaron para que me comprara el libro en la última feria Ricardo Palma. Sé que en Crisol vale 79 soles, pero juraría que pagué menos.
En la superficie, son pocos los elementos que vinculan esta obra con el ya mencionado hit del autor. Para empezar, va de policial: Korten, el director de una inmensa planta química ubicada en Mannheim, en la Alemania occidental, toma contacto con Selb, viejo amigo y ex cuñado para pedirle que le eche una mano averiguando quién es el hacker que está detrás de una serie de acciones de sabotaje que van provocando zozobra interna y millones en pérdidas. El investigador se pone a ello, para lo que debe familiarizarse con nociones de una informática que le resulta esotérica (y que hoy le resultará al lector común sencillamente pava), con los riesgos ecológicos-económicos-políticos que atañe el accionar del delincuente y, lo que resulta sin duda más interesante, con diversos personajes de la fábrica: ejecutivos, científicos, secretarias, vigilantes. A partir de estas relaciones es que se desarrolla la investigación, narrada por un anciano que, como personaje, resulta muy seductor, aun cuando pasa lista a casi todos los clichés del antihéroe del género: solitario, acostumbrado a perder, débil con el alcohol, rudo pese a su edad, estoico, inteligente, depresivo, amante de los pequeños lujos privados, de comer bien, de las mujeres, ante quienes se presenta como un duro, cuando se nota de lejos que es más bueno que el pan francés. Un paladín romántico y otoñal.
Selb, pues, tiene una madeja que desliar, y uno lo acompaña de buena gana, principalmente por él mismo y por el ritmo y sabor de su narración. Hay culpables que no lo son, inocentes que tampoco, sospechosos, aventura, damas intrigantes, amantes, amigas. La peripecia no es la más original, pero no es (aquí) tan determinante. Puntos flacos del libro son los lugares comunes, la sobrecarga de nombres y personajes secundarios, el efectismo ecotec ochentero que, como todos, termina resultando passé. Algo que no me cuadró en absoluto fue la penúltima secuencia de la novela: Selb, de pronto, parece convertirse en Tom Ripley, el personaje de Patricia Highsmith. Una situación, a mi juicio, inverosímil. Moral y narrativamente increíble.
Lo mejor para mí es, ya lo dije, Selb, y el hecho de que la investigación le revelará ciertas dudas pendientes respecto a su propio pasado en la era nacionalsocialista. Un detalle a no dejar pasar es que Selb, en alemán, es un casi equivalente al self inglés. La novela se llama originalmente Selbs Justiz, un juego de palabras que podría traducirse como “Autocastigo”.
Por eso mencioné que superficialmente eran pocos los aspectos que enlazan esta novela con El lector, pero por debajo de la acción más evidente aquí ya se observan aspectos recurrentes en el autor. Por un lado (menos importante), las aparentes referencias a su propia experiencia (biografía y saber jurídico: Schlink es juez); por el otro, un proyecto discursivo que podría resumirse más o menos así: durante la era nazi todos fuimos víctimas, incluso muchos de los culpables, quienes debemos vivir y cargar con eso. Muchos de nosotros, de nuestros padres, participaron de ello. No lo elegimos, pero sabemos que la realidad no es en blanco y negro, ni como en las películas de Hollywood. Lo sabemos porque estuvimos allí.
¿Y quién es Walter Popp?
Ni idea. Sobre el coautor del libro, la solapa da a entender que dejó la vida académica y legal (era colega de Schlink), se mudó a Francia, y se dedicó a mozo y recolector de fruta, aunque terminó, todo parece indicar, de traductor. He averiguado que en realidad se llama Thomas Richter. ¿Cuánto le debe Schlink a Popp? ¿Siguen siendo amigos? ¿Dónde está hoy? ¿Escribe? ¿Añora la fama que no gozó a propósito?
Próximo libro:
El cementerio de Praga, de Umberto Eco.