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Dóberman

Publicado: 2011-01-12

Gustavo Ferreyra (Emecé. 317 páginas)

Dóberman, la reciente ganadora del Premio Emecé de Novela, narra el devenir de Joaquín Riste, un individuo emocionalmente en ruinas, durante ese capítulo negro de la historia argentina que fue la década Ménem. La historia (los hechos) y el discurso (la manera como están dispuestos y narrados) resultan una réplica de la mente de su protagonista, que a la vez representa un producto fallado de su sociedad y su tiempo. Pero vayamos de a pocos.

La ficción se desarrolla en dos planos: el de apariencia real y el delirante, pero eso no lo sabemos al principio y, al final, no terminamos de distinguir sus límites. Es más, ni siquiera podemos estar seguros de que estas fronteras existan. Está dividida en cuatro partes, que son cuatro formas de leer la interioridad de Riste: en la primera, es un showman que sufre una crisis nerviosa y enmudece, y en instantes, paralizado sobre el escenario, repasa su vida; en la segunda, se ha convertido en el chofer de un burócrata de alto vuelo de la cancillería, por quien le brota una afinidad empática y servil; este le corresponde encargándole una misión en Varsovia (parte tres), sin pies ni cabeza, una no-misión que tiene de conspiración internacional. En la cuarta parte, el protagonista, que ha perdido una pierna por razones desconocidas, vive acompañado de unos sirvientes a los que se encarga de odiar, denigrar, desear, envidiar, amar. El tipo es un mutilado.

Esta primera tanda de partes es seguida por los respectivos segundos capítulos, que no hacen sino rarificar más el embrollo, un lío que es la novela y que es la esencia trastornada de Riste. ¿Cuál es el personaje real? ¿Dónde comienza su fantasía paranoica? Como ya dije, no lo sé, supongo que no lo sabe nadie, ni importa. Pero el resultado es inquietante. Todo en Dóberman es inquietante.

En esta, su sétima novela, Gustavo Ferreyra ha creado un personaje memorable y, aunque cueste, conmovedor, fracturado, acomplejado por su pobreza, sufridor por la ausencia de un padre, una madre pedigüeña, una hermana gris que termina saltando por la ventana. Un tipo que –lamento la cursilería– necesita amar y que lo amen, que lo reconozcan y acaricien, vivir una vida de verdad, luz, colores, todo lo cual le resulta inasequible. Por eso mete todo lo que no tiene bajo la alfombra, para poder así pararse firme en sus cuatro patas y ladrarle al mundo. Por su parte, este (el mundo) no oye sus aullidos: en los tiempos del chapa lo que puedas y pícatelas, la rabia espumosa en el hocico del dóberman pasa por baba.

Como yo lo veo, más allá de lo innegablemente kafkiano y alegórico y crítico, el libro es un viaje en espiral, nebuloso, intoxicado de una neurosis maniaca que da la sensación de haberse trasladado a la mano del narrador. Por ello la prosa es barroquísima, nerviosa, detallista hasta la desesperación: Ferreyra es un tipo con talento, a no dudarlo. Pero para mí, su exuberancia termina jugándole en contra. La narración, que por ratos fluye seductora hasta el asombro, con chispazos de genialidad, por otros traquetea, solipsista, cegada por las posibilidades del autor textual, víctima de un virtuosismo poeticón. Se entrampa, y finalmente se empantana hasta casi casi no avanzar en el cuento. Y son esos bostezos los que para mí opacan el resultado.

Entonces, cuando mi hijo mira la portada del libro que acabo de terminar y, haciendo un juego de palabras, me pregunta si se merece el Emecé, dudo. La elección ha sido respaldada por gente como Martín Kohan y Fabián Casas (que en la solapa llama ajedrecísticamente a Ferreyra “Gran Maestro”, pero bueno, fue jurado y se trata de la solapa) y no faltan los que la consideran la novela argentina del 2010, pero sigo dudando. Finalmente pienso que no sé si lo merecía o no, que eso finalmente no es importante para la novela en sí. Pero que, para ser honesto, me aburrió un poco. Como me demoré en responder, mi hijo, a mi lado en la cama, ya se había regresado con Tintín al Tíbet. Yo abro entonces mi libro nuevo de Paasilinna. Y así tan panchos. Plan lector lo llamamos.

Floro plus: los concursos / la distribución

Los concursos literarios son grandes generadores de mitos urbanos: que están pactados; que suelen premiar a autores o a prospectos de serlo de las mismas casas editoriales que los promueven; que son tendenciosos; que privilegian lo “comercial” sobre lo “artístico”; que los habitualmente prestigiosos miembros de los jurados cumplen una función decorativa porque quienes se soplan los cientos o miles de manuscritos son lectores anónimos, los cuales, además, solo leen las primeras páginas. Y si les gustan, las últimas. Y si estas también les gustan, recién enfrentan el texto completo.

Para mí, son pura relatividad: dependen del gusto de unas pocas personas, que no sabemos de qué humor se levantaron el día que les llegó a las manos el manuscrito esplendente. Y punto. Puede que la galardonada sea una obra maestra como que no. La mayoría de grandes libros no necesitaron un premio y son varios los mamarrachos que se promocionan adjuntando el cintillo de “Ganadora del Premio X”. El premio literario, como lo conocemos hoy, es un invento reciente, que casi siempre busca dinamizar algo: una industria, un municipio, un medio de comunicación. Tengámoslo todos claro, es tan fiable como el Oscar.

Ahora, con premio (importante) y todo, el libro aún no llega a Lima. He consultado en Planeta (Emecé es parte de dicho grupo editorial), pero no han sabido decirme cuándo ocurrirá. Espero que pronto, lo mismo que los demás libros de Ferreyra (Piquito de oro parece estar muy bien). ¡Qué poco nos leemos los latinoamericanos! O si no, lector, pregúntese cuál fue el último mexicano que descubrió. El último colombiano, chileno, por no decir brasileño.

Próximo libro:

Delicioso suicidio en grupo, de Arto Paasilinna


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